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A las 6 y pico

Psicodelia en verde

Psicodelia en verde Domingo del mes de mayo. Mayo tiene cuatro domingos, o cinco. Hay mucha luz, los árboles se cubren de hojas, todo es verde, álamos y sauces. Y yo estoy aquí, solo, en un bar de paredes pintadas de verde. El envase de la cerveza que me estoy tomando también es verde. Al fondo del bar, no llega la luz del Sol. Los focos que iluminan este fondo simulan estrellas artificiales que desde un cielo de yeso brillan de forma antinatural. Hay allí dos peceras; los peces se mueven de forma rítmica, cíclica. Las falsas algas y plantas marinas que decoran el fondo de la pecera son también verdes. No hay nadie dentro del bar, aparte del camarero. Todos ocupan las sillas y mesas del exterior. Sillas y mesas de plástico verde, con sombrillas verdes, ocupadas por personajes variopintos, pintorescos, que hablan de todo a la vez y al mismo tiempo. Señoras con vestidos verdes se camuflan camaleónicamente en el entorno, mientras se toman sin ganas, más bien por tomarse algo, oscuros cafés con hielo. Yo me bebo una cerveza, que a pesar de estar contenida en una botella verde, es amarilla. Tarareo mentalmente una canción de Sinêad O´connor. Me gusta Sinêad O´connor. Se desnuda en cada canción y yo admiro a una persona que es capaz de subirse a un escenario y desnudarse delante de todo el público mordaz, puritano e hipócrita. Tengo dos cintas de Sinêad O´connor, desgastadas de tanto escucharlas. He leído en un periódico que después del suceso de la foto del Papa, una asociación de admiradores católicos de la cantante en Nueva York, pagaba diez dólares a todo el que trajera sus cintas, discos y videos para ser destruidos. Y yo en este momento quiero ir a Nueva York, para entregar mis dos cintas viejas y con el dinero recibido comprarme cuatro nuevas. Pero estoy muy lejos de Nueva York. He recorrido a pie los tres kilómetros que separan el pueblo de mis abuelos de esta pequeña localidad con categoría de ciudad. Porque aquí paran los trenes y en el pueblo de mis abuelos ya no. En el pueblo de mis abuelos; dejaron de parar los trenes porque los fantasmas no pagan billete. Pero no me importa recorrer estos tres kilómetros por carretera a pie. La carretera serpentea entre el declive del monte cubierto de robles verdes y el rio, entre una vega de verdes praderas y altos álamos. Hacia el norte, desde esa carretera están las primeras estribaciones de la cordillera, montañas más altas que el entorno. A cuyas cimas no llegan los árboles verdes. Y cuando las miro desde aquí, sé que detrás está el mar. Por eso no me gusta regresar a la ciudad donde vivo, porque hay que ir hacia el sur, hacia la llanura desértica que se aleja del mar y de las montañas.
Pero ahora son las siete de la tarde, dentro de un bar de paredes pintadas de verde. Fuera todo es verde. Para hacer tiempo he cruzado esta pequeña ciudad que ocupa el fondo de un valle rodeado de las montañas y de los bosques de robles de hojas verdes. El bar es el último refugio, bajo un grupo de pisos. El valle se cierra a partir de aquí entre una alameda sobre el rio y un muro de piedras grises por donde, en su parte superior, está la via del ferrocarril. Aun mas arriba, está una montaña de roca caliza.
Estoy solo, tomándome una cerveza amarilla. Al lado de la puerta hay un gran ventanal por el que, a través de su cristal nítido, se ve más árboles verdes y por encima en perspectiva, dos montañas redondas, senoidales, que me recuerdan a tus pechos. No quiero coger el tren de las nueve y media, no quiero volver a mi ciudad. Quiero seguir el camino del Sol y marchar al oeste. Porque sé que el Sol muestra el camino hacia ti. El camino del mar. Porque todo el paisaje familiar a ti, es muy especial para mí. Fuera del bar, cerrando el valle por el norte, destaca la montaña blanca y solitaria sobre el paisaje. He subido hasta la cumbre de esa montaña, pero un enjambre de hormigas aladas no me dejaron disfrutar del panorama desde la cumbre. Arriba había un libro con nombres y notas. Tus cartas son nombres y notas. Letras que ordena tu mente escritas en folios blancos, con tus delgadas y alargadas manos, que tienen el poder de alegrarme un mes entero o de hacer que me derrumbe dos, sobre todo si tardan en llegar con ese olor a mar impregnado, conforme veo como te vas alejando llevada por las corrientes de otros mares oscuros e inciertos. Empeñados en mantener un amor de cuatrocientos kilómetros a una edad en la que esa distancia puede cubrir el Sahara entero.
Ya se acerca la hora del tren. Desde aquí hasta la estación de azulejos amarillos, con su vestíbulo de paredes cubiertas de mosaico verde y suelo de terrazo también verde. Al final del andén, aparcada en una via muerta, hay una vieja máquina de maniobras, verde, con franjas amarillas. Olvidada. Innecesaria. Las noches de invierno, esperando al tren, abro la puerta, me subo. Doy rienda suelta a la imaginación, ahora soy un maquinista y la pongo en marcha. Voy por este camino de encrucijados rieles plateados que brillan fríamente hasta la estación de tu ciudad, aun cuando el límite de mi vehículo no supere los 60 Km/h para alargar la emoción que me produce volver a verte.
Prefiero soñar, la realidad no me gusta. Se puede amar e imaginar que se ama. Cuando se ignora otras carencias. Pero, ¿por qué romper el muro de contención de un inmenso embalse? La catástrofe puede ser irreparable.
Estoy solo en un bar verde. Fuera también es todo es verde. El vaso se ha quedado vacío, yo también. Las sillas y mesas de fuera también se han quedado vacías. Ahora está lleno dentro, a mi alrededor, lleno de palabras, de humo y de personas extrañas.
¡OH!, venga y hagamos planes, para el verano que nunca llegará ahora que estamos en el umbral.
¿Dónde estarás ahora? ¿Qué harás? ¿En compañía de quién miraras las oscuras aguas del mar de noche? Asomada al muro del puerto. Las luces de la costa de enfrente. La brisa marina y el murmullo tranquilizador de las olas.
La hora de irme se acerca, pero prefiero quedarme aquí en este bar, antes que irme al sur en un tren. Fuera ya no se ve todo verde, ahora todo es negro y misterioso. Tarareo una canción de Sinêad O´connor. Irlanda aun queda más al norte.

6 comentarios

perseida -

Bienvenido Rigel!.
Me gusta lo verde. Saludos.

Goreño -

Bienvenido, Rigel, tu excelente texto es todo un homenaje a tu cantante preferido.

pokito -

Un lujo poder leer tus letras también aquí, Rigel, y repito lo de Cerro, final muy bueno, como todo el relato.

salud
chus

NOFRET -

Uf! otra vez me olvidé! anónimo soy yo.
saludos de nuevo!

Anónimo -

Muy descriptivo y lleno de simbolismos tu cuento verde, Rigel.
un gusto leerlo y recibirte.

Cerrolaza -

Bienvenido, Rigel, y muchas gracias por este relato tan bueno, el final ("Irlanda aún queda más al norte") es bueno bueno.

Un gustazo tenerte con nosotros. Salud.